Santa Cruz: Sabines y mi Samurai

19 de agosto de 2008

Pocas cosas, en mi vida actual, se comparan a la sensación de plenitud que me embarga cuando voy manejando mi Nautilus por las caóticas calles de mi ciudad favorita mientras escucho a algún imprescindible.

El más reciente de éstos –de mis imprescindibles, digo- es el poeta mexicano Jaime Sabines.

Hace muy poco, mientras revisaba los archivos contenidos en mi PC, “tropecé” con un fólder que decía: “Jaime Sabines en Bellas Artes”.

Intuitivamente supe que debía copiarlo en mi USB para después reproducirlo en la radio LG que mi primo “Yoryo” y mi hermano Cristhian (¡gracias, queridos, por ayudar a combatir mi abominable “auto-tacañería”!) me insistieron que merecía tener mi Jeep Samurai. Y así fue…

De esta manera, mientras afuera de mí sucede el bocinazo prematuro y la furia contra el peatón, y el micrero a secas y el/la conductora de la vagoneta color champagne se putean minuciosamente, yo –amparado por esa burbuja de lucidez y maravilla que es la poesía- llego a mi destino con los ánimos exactos.

¿El culpable? Un poeta nacido en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, en 1926. Un alma habitada que: “… veía en la poesía la posibilidad de salvarse de sí mismo, de poder decirlo todo, y afirmar su libertad en el descubrimiento de que la Vida está por delante y antes que todo, y que estar en ella de pie, cuesta trabajo, más aún cuando la aventura del poeta es optar por la honradez humana en un tiempo deshonrado…”.

Jaime Sabines también dijo que la poesía “es un destino”, que él escribía “por necesidad fisiológica y ontológica”, y que “el poeta es el condenado a vivir, el escribano a sueldo de la vida…”.

Valga esta muestra como inútil anzuelo, como botella al mar, como viento apenas…

LOS AMOROSOS

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.
Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor.
Los amorosos viven al día,
no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.
Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.
En la oscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.
Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, solo locos,
sin Dios y sin diablo.
Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.
Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.
Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.
Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.


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